Hace casi 35 años escuché por primera vez lo que hoy conocemos como una startup. Estaba de viaje en Houston cuando mi papá me dijo “Ve a saludar a fulano de tal, trabaja en Compaq, una empresa de computadoras exitosísima”. Apenas habían pasado unos meses desde que terminé un entrenamiento con Junior Achievement, la organización de emprendimiento juvenil más antigua del mundo occidental. Ya entonces tenía una inquietud natural por entender cómo funcionaban estas compañías, más allá de mi deslumbrante experiencia adolescente con la familia Khan en McDonald’s.
Durante aquella visita a Compaq, escuché por primera vez términos como benchmarking y la importancia de las patentes en los emprendimientos de base tecnológica. Allí comprendí algo que sigo repitiendo a mis estudiantes: el conocimiento técnico es crucial, pero entender el entorno competitivo y proteger la innovación puede marcar la diferencia entre desaparecer o transformar industrias enteras.
La competencia era feroz: Compaq y Dell se disputaban el mercado frente al gigante IBM. Desde entonces, he sido testigo —y en ocasiones parte— del modo en que las ideas se convierten en empresas, y las empresas en plataformas de cambio. Me interesé por seguir de cerca las tendencias del hardware computacional, y en paralelo, por ese mundo del software que, en aquella época, era dominio casi exclusivo de UNIX.
Durante mi servicio social en la gloriosa Voca 9 del IPN, trabajé en Banamex con computadoras Tandem, famosas por su tolerancia a fallas. Eran confiables —“la pantallita no se ponía azul”— y por eso las usaban instituciones serias. Tandem ya no era una startup, pero seguía siendo una empresa joven, valorada como un unicornio, igual que lo habían sido Compaq y Dell.
Más adelante, ya en mis estudios de posgrado, viví de cerca la crisis de Apple, el derrumbe de Silicon Graphics, el nacimiento de Google y, poco después, el crash de las dotcom. Y fue en esa época cuando tuve el privilegio de conocer desde muy cerca el nacimiento y crecimiento de Aldebaran Robotics, la fabulosa empresa francesa creada por Bruno Maisonnier. Aldebaran fue la primera compañía que logró comercializar humanoides con éxito. El robot NAO, pequeño pero avanzado robot, era capaz de caminar y realizar tareas de agarre (grasping) gracias a sistemas de percepción e inteligencia artificial de vanguardia para su tiempo.
El NAO marcó un hito en la historia de la robótica educativa y de investigación, no solo en mini-humanoides. Su diseño abierto, capacidad de locomoción bípeda y facilidad de programación lo convirtieron en un estándar global. En 2008, su impacto fue tal que RoboCup lo adoptó como plataforma oficial en la liga de fútbol estándar, creando una categoría entera en torno a él. Gracias a ello, miles de jóvenes investigadores de todo el mundo dieron sus primeros pasos en robótica humanoide sobre los hombros de NAO, descubriendo que la robótica no era solo cosa de ciencia ficción, sino una posibilidad tangible, programable, modificable.
Aldebaran fue más que una empresa: fue una escuela de pensamiento y una comunidad vibrante. También desarrollaron a ROMEO, un humanoide del tamaño de un adulto promedio, que llegó a instalarse en laboratorios de investigación de alto nivel. Durante el verano que pasé en sus oficinas centrales en París, conviví con todo el equipo de desarrolladores. El ambiente era electrizante: discusiones técnicas intensas, avances rápidos, pasión por el detalle. Se respiraba ciencia y tecnología aplicada con disciplina y ambición.
Pero como toda startup, Aldebaran enfrentó las tensiones del crecimiento: o consolidaba ventas, o dependía de financiamiento prolongado. Mientras lo primero depende del mercado y los usuarios, lo segundo depende de inversionistas —ya sean piratas del capital de riesgo (venture capitalists) o bondadosos con agallas (angel investors). Una tercera vía es ceder control: permitir la entrada de nuevos accionistas con voz en el rumbo estratégico.
Eso ocurrió con Aldebaran cuando entró SoftBank, el conglomerado japonés famoso por sus apuestas arriesgadas. Durante un tiempo, la empresa se sostuvo, impulsando incluso el robot PEPPER, en un mercado aún inmaduro que apenas comenzaba a tomar en serio la IA. Eventualmente, parte de Aldebaran fue adquirida por un grupo alemán que, justo esta semana, ha dado la estocada final: la empresa ha sido declarada en quiebra, cerrando así uno de los capítulos más importantes en la historia reciente del emprendimiento de base tecnológica.
No se trató solo de un cierre empresarial. Fue el fin simbólico de una época donde soñábamos con robots como compañeros, asistentes, mediadores del mundo. Una visión que aún persiste, pero que necesita nuevos impulsores.
Es irónico —y un poco doloroso— que esto ocurra justo ahora, en pleno auge de la inteligencia artificial y la robótica, cuando apenas empezamos a comprender que sin una IA arraigada en el mundo físico, difícilmente alcanzaremos esa inteligencia artificial sin adjetivos, la que realmente pueda desmecanizar el involucramiento humano tanto en procesos industriales y sociales y sobre todo, resolver desafíos científicos urgentes: salud, cambio climático, energía…
Sí, ya había señales del destino de Aldebaran desde hace meses. Pero recibir la noticia fue, ciertamente, un golpe. Afortunadamente, ese mismo día, a pocas horas de diferencia, recibí otra noticia que me llenó de esperanza: dos brillantes exalumnos, cuya empresa me tocó ver nacer y desarrollarse, me informaron que habían sido aceptados en Y-Combinator, quizás la incubadora de startups más influyente del planeta.
Y así, mientras un capítulo se cierra, otro se abre. La historia continúa, pero no en abstracto: se escribe en los rostros, ideas y decisiones de quienes emprenden. Y me quedo con la frase de mi admirado amigo Bruno Maisonnier “Ha sido una aventura humana y tecnológica profunda y apasionante.” (“Ça a été une aventure humaine et technologique profonde et exaltante.”)